¿Ya te vas?

Esa mañana hacía frío. Las lágrimas en la cara de Paco se habían convertido en los hielos que ella, María, había usado la noche anterior para aderezar su bebida favorita.

Él pasó ligeramente su mano por la mejilla; la rozarse la nariz le invadió una enorme sensación de olvido…tal vez pragmatismo. Ella había dejado prendido en sus dedos el olor que desprenden unos labios a punto de ser llenados con el más caliente de los zumos frutales.

Paco volvía a olerse las manos. Sus palmas eran regadíos secos de sexo compasivo.

Ella ni tan siquiera le preguntó por qué se iba. ¿Lo sabía?

Paco se fue; se alejó andando sobre la acera en las que los ricos se limpian las suelas de su botas, lustradas con gargajos de jóvenes negros que pasan el calor del infierno en las tardes de verano madrileñas.

Errante, decidió ir a lavarse la manos al mar. Recorrió miles de kilómetros.

Y su olor iba, fue, viajó hasta fundirse con el salado sabor de unos besos que se escaparon a la orilla de sus sueños.