Colada

La tarde no quería irse. Se había colgado a las ramas más altas del parque como esa bebita imantada al pecho de su madre. Yo andaba algo exhausto. María no me había traído la mercancía. Llevaba varias horas haciendo de vigilante jurado en la entrada de aquellos pestilentes urinarios. Desde luego, el servicio municipal de limpieza había dejado aquel meadero hacía tiempo fuera de su lista de retretes a pulir. Dar cera, pulir cera. Dar Mr. Proper; pulir Mr. Proper.

María no resultó.

Al día siguiente más de lo mismo. Sin embargo, algo llamó mi atención. Aquel lugar no olía como  la tarde anterior. Y un ligero y suave susurro salía del interior. Asomé la cabeza con delicadeza y ella me miró fijamente para aseverar: se me han enganchado los pelillos en la cremallera.