Los tatuadores

La escalera permanecía en silencio. Apenas, sólo el ruido de alguna rata despistada, era lo úncio que podía oirse desde primera hora de la mañana. Antes de las tres, los escalones de madera comenzaban a componer una sintonía de pasos cadentes dirigiéndose hacia la segunda planta. Allí, Paul e Illiana, tatuaban con tinta casera, corazones, flechas y nombres. Su estilo no daba para más.

Ese día fue Martina la visitadora. Al abrir la puerta, Illiana supo que ya nada volvería a ser igual.

Ambos tatuadores quedaron atrapados en su discreto guiño oscuro que sonreía verticalmente. Jamás volvieron a ver. Ciegos, mendigan por las calle de Rosario.

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