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2010Recuerdos, sueños, movimientos
Diario IDEAL, 18 agosto 2010
Metidos ya en el ecuador de este verano, algo atípico, me salto las previsiones que me tenía reservadas para esta columna y paso, como de oca en oca, de la vista de los bikinis a la esencial cautivadora de los olores.
Y es que no hay mejor oficina que huela a vainilla y limón. El olor del chocolate por ejemplo, produce mayor salivación y sensación de hambre, es el aroma ideal para tiendas de comestibles. ¿Quién no sabe cómo huelen las palomitas? En teatros y cines, triunfan. Para las tiendas de bricolaje se elige siempre el olor a césped recién cortado; para farmacias lo ideal es el olor a talco; donde hay niños debe oler a colonia de bebé y en las tiendas de ropa, si es femenina, debe oler también a vainilla y si es de hombre o mixta, a algodón recién lavado.
Sin duda el poder del olfato es inapelable. Los técnicos de markenting saben de su poder y eligen, como hemos visto, olores específico para que el consumidor caiga en sus redes. Dicen que tiendes a regresar por los lugares donde su huele a pan recién hecho y creo que era Freud el que afirmaba que la memoria más potente era la olfativa.
Desde luego a mí no me cabe la menor duda. Cuando tienes algún sentido más limitado (en mi caso, la vista), agudizas el resto. Sobre todo el olfato. ¿Recuerdas cómo olía el culito de tu bebé recién salido del baño? Hay olores que, necesariamente, van vinculados a algún momento de tu vida. El olor que arroja la carretera es muy característico. Para ello has debido montar en moto, en bicicleta o haber corrido sobre asfalto. Cuando te retiras el casco o los pantalones, tu cuerpo desprende un olor único. Igual ocurre con la sal seca tras un baño en el mar. ¿La hueles? Es fantástica la gama tan impresionante de matices que nuestro sentido puede percibir, separar, apreciar… Como nuestro aceite de oliva virgen extra. Tomatera, higuera, almendras… -prueben a olerlo con un simple catavinos- ¡es fantástico!
Pero es cuando, a recuerdos toca, los olores toman esa parte de tu cuerpo que hace que el corazón cambie el ritmo. Me pasa, de forma inevitable, con el jazmín. Será esa inmadurez típica de los hombres -género masculino- pero está muy ligado a mi niñez. Siento y recuerdo el olor del jazmín que cada verano me recibía al atravesar el jardín de la casa de mis abuelos en Motril. Aquel olor a verano, juegos, playa, noches con ventanas abiertas de par en par, madrugadas y brisas suaves, risas y segundos de inmensa felicidad y despreocupación. Todo lo que un niño es capaz de sentir. Por eso no puedo evitar cada vez que veo un jazmín, coger una de sus delicadas y efímeras florecillas blancas y llevármela hasta la nariz repetidas veces. Es como una película con fotogramas sueltos. Cada vez que regresa, una nueva sensación vinculada a una imagen aparece en mi mente. Y así, mientras que dura la flor. Es una forma de viajar, imaginar y hasta descansar sin apenas gastar nada. ¿Inmaduro? Tal vez. Andar enganchados a recuerdos nos hace lastrar una carga que no nos hace felices. Pero pese a esa carga, merece la pena la experiencia. Por eso yo la repito siempre. Siempre que puedo.
Mis recuerdos, como los sueños y esos movimientos, son sólo míos.
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