Dos metros de guita

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Diario IDEAL, 11 agosto 2011

Antonia De Real Martínez. Así se llama. Apenas ha superado los 30 años. Conocida como ‘la coja’, está cerrando a esta hora la cancela de su peluquería. No es coja ni por asomo. Una bigarda de ciento setenta y ocho centímetros de altura, apodada así porque su madre pisó, por error, una bomba enterrada en el corral de su abuelo y que debieron dejar los milicianos algún día de 1938 al salir huyendo de aquel lugar, donde sólo había polvo y un puñado de gallinas hambrientas.

Antonia anda tras cerrar su peluquería por la acera donde hay sombra. Hace calor en agosto. Mucho calor. El asfalto está casi derretido y a lo lejos se ve ese reflejo que nos hace ver agua vertida en el viscoso negruzco. Tras varios minutos andando sin detenerse, Antonia se ve obligada a parar. Saca de su bolso un pañuelo de algodón minúsculo. Se lo lleva a la sien. Una gota de sudor había empezado a discurrir por esa zona de su rostro lo que le provoca una sensación absolutamente desagradable. Dobla el pañuelo y lo vuelve a colocar en el bolso. Nota como los latido de su corazón retumban en la parte interior de su cráneo. Se siente mareada. Se siente abandonada. Siente que todo el esfuerzo ha sido baldío. Más de diez años trabajando de sol a sol, colocando mechas, arreglando cogotes, aguantando el hedor de las abuelas que apenas se lavan… un esfuerzo, ahora, inútil. Hoy, hace unos segundos, ha cerrado para siempre su peluquería. ‘ARM peluquera’ un nombre comercial sin pretensiones, pero que la identificaba. Durante mucho tiempo presumió de nombre, peluquería y clientela. Tarea difícil en un pueblo con algo más de cinco mil habitantes perdido en tierra de nadie, lejos de casi todos sitios y, ahora más que nunca, falto de la más mínima señal de futuro para una chica joven, preparada, con ganas de trabajar y, además, bella, altísima y unas manos de dulce.

Lo ha intentado por activa y por pasiva. Ni ofertas, ni descuentos, ni pagos a treinta o cuarenta días. Cuando no hay niños, no hay comuniones; cuando las jóvenes ya no se preñan, ya no hay bodas; los entierros no paran de llevarse a más vecinos y la última vez que hubo una fiesta social fue cuando el caudillo provincial asomó sus bigotes por el salón sindical destinado a usos múltiples.

Antonia ya no recuerda cuándo fue la última vez que tras cerrar la caja, pudo meter un billete en su bolsillo. Ahora su madre la espera en casa. Con su maleta hecha y el billete de autobús para la capital en su mano derecha, Antonia madre, la verdadera coja, parece la viva estampa de la hermana del santo viajero. No tiene fuerzas ni para llorar. Antonia hija, nacida para filigranear en los cabellos ajenos, no tiene otra que ir a ajarse las manos a la vecina nación del vino y el turismo. Antes de partir, Antonia, la madre, dice que se espere un segundo. Tras ese fragmento de tiempo, la coja, le muestra un pequeño ovillo de cuerda amarillenta. Mira hija, así ataba yo mi maleta y la de tu padre cuando nos íbamos a Francia. Aunque ni la ates ni la necesites ahora, creo que te dará suerte. La hija salió hacia la estación de autobuses con su guita metida en el bolso, junto a aquel pañuelo de algodón. Dos horas más tarde la estación de tren de la capital la esperaba para salir hacia la vendimia junto a otros miles de jóvenes que ya no tenían futuro en la agónica situación actual. Su billete hablaba por ella: 25 de agosto de 2011.

En la primera semana de septiembre el cadáver de Antonia fue repatriado hasta su pueblo. Se había ahorcado con la guita que su madre le había dado. El pañuelo de algodón, aún con sus gotas de sudor, le sirvió de testamento: ‘Mamá, mi cuerpo es lo único que te puedo dejar’.

 

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Quinto mini relato de verano