El año que viví peligrosamente (El pupitre-julio 06)

Permítanme los lectores de esta sección que personalice y tome el título de la película de 1982, dirigida por Peter Weir allá por 1982 en la que dos actores emergentes, Mel Gibson y la bellísima Segourney Weaver, protagonizaban las desventuras de un periodista en Yakarta. En 1982, en España, estábamos desperazándonos de la Transición y el PSOE se haría cargo de los destinos de España con los famosos 10 millones de votos y los cien años de honradez. Tal vez ahora, esos diez millones de votos son ignorados, mientras España pasa a ser Expaña.

Pero no va a ser éste el eje de mi "pupitre" de final de curso. El año que viví peligrosamente nace de la realidad; menciona ese año que seguro tienen todos los humanos en el que suceden tantas cosas que, tras esod 365 días, hay un antes y un después en la vida.

Es posible, como dicen los expertos, que los hombres, los masculinos, tenemos dos pubertades: la de los 14 años y otra que se encuentra entorno a los 40 años. Quizá a mi, la de los catorce me pilló de lleno y ésta me ha llegado con unos años de anticipación.

Antes de empezar el Siglo XXI asumí muchos retos: algunos de ellos fueron, entre otros, aportar a este país, a dos hijos. Igualmente decidí abandonar mi Jaén del alma y comenzar un periplo que, hasta hoy, me ha generado el sobrenombre de "vagamundos". Por ejemplo: ese año, el 2005, cerré el cuentakilómetros de mi Skoda Superb con la módica cantidad de 105.000 kilómetros. La distancia de la Tierra a la Luna es de 385.000 kms para hacerse una idea.

Ahora, hace un año, recuerdo que ese año, el 2005, sí que fue un año peligroso. No porque expusiera mi cuerpo a los efectos de esos miles de kilómetros, sino que porque sufrí en vivo y en directo las más perversas consecuencias del egoismo humano: la soledad y la muerte.

La soledad, a veces, viene sola o acompañada (disculpen la redundancia). Viene sola porque uno opta a ejercer de solitario. En mi caso, opté por ejercer de solitario durante muchos días, muchas noches y demasiadas soledades inmersas en horas de conducción. Eso me ayudó a llegar desde Barcelona a Cádiz, desde Lisboa a Almería, pasando por Irún, San Juan de Luz, Burgos o Alicante. Salvo el “tupé” de nuestra Penísula Ibérica, nada quedó eximido del paso de mis ruedas "vagamundeantes".

Sin embargo, esas miles de horas con uno mismo, me obligó, también, a verme inmerso en las peores de las pesadillas en las que un hombre de bien puede verse. La mentira, el egoísmo, el dinero; todo eso se hizo realidad. Se presentó allá por el mes de julio, un 26, en Lisboa. Allí sufrí los azotes de una sociedad consumista que no conoce límites, ni éticas, ni valores; no sólo vi de cara a la muerte sino que me asomé al balcón para sentir y conocer qué es la cobardía envuelta en billetes de 500 euros. Nunca se sabe lo que es notar el frío de un arma acarizar tu cabeza. No es nada reconfortante como tampoco lo es el vagar, sin rumbo, durante horas, días y kilómetros huyendo de algo que ni conoces ni es explicable. Mientras, la cobardía viajaba en un coche potente de muchos caballos saltarines pretendiendo aparentar lo que la naturaleza y la honradez no permiten.

Es posible que el año que viví peligrosamente, ahora, un año después, me haya traído algo con lo que jamás soñé: mi libertad. Pero es cierto, que ese año, al margen de las canas que han crecido en mi alocada cabellera desmelenada, me ha pasado una buena factura.

Pero lejos de detallar el peaje que he debido pagar, voy a ser mucho más optimista y agradecido. Aquellos señores que pusieron en sus manos mi vida, enviados y movidos sólo por el color del dinero, señalándome con el final de la distancia que separa las paredes internas de un cañón, me pusieron en la página 36 de mi libro, la opción de decir adiós a toda mi anterior vida. Y así fue.

Una muerte iniciática que provocó el nacimiento de una nueva forma de ver y sentir la vida.

Pocas personas, a corto plazo, me entendieron. Ahora creo, doce meses después, que el tiempo me ha dado la razón. Al menos Dios me ha dejado tranquilo y lanza sus cóleras contra otros. Búfalo Bill, el asesino en serie de “El silencio del corderos” hacía un traje de piel humana que arranca a su víctimas para transformarse en la persona que él deseaba ser. En el caso que nos ocupa, no ha hecho falta llegar a tanto. Tan sólo un año de kilómetros, muchas horas de soledad y una lección de realidad aliñada con el presunto olor que deja el plomo cuando sale impactado por el martillo activado por el gatillo de una pistola.

Ése año, el 2005, viví con muchos peligros, al borde de no retornar de la caída al precipicio abisal de la soledad.

Sin embargo llegó Zahara de los Atúnes. Sus noches, sus espasmos, sus locuras, sus amaneceres. Aportó la suficiente luz para cerrar una página que, tal vez, me debí saltar en el libro de mi vida. Pero seguro que si no la hubiera leído no habría descubierto jamás la miseria del dinero o el incalculable valor de la pasión o la libertad. Llega julio. Hora de descansar. Hora de lamerse las alas tras este larguísimo vuelo. El final del precipìcio jamás llegó. Y el mar sigue en el mismo sitio. Prosigan disfrutando de sus vacaciones. Este "vagamundos" sigue buscando el sentido de todo lo que le pasó en el año que vivió peligrosamente.

Fernando R. Ortega

*El pupitre-Julio 

Revista Viajeros

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