El desierto

Hay lugares en el Mundo que jamás deberían dejar de verse o visitar. Uno de ellos es el desierto. Soy afortunado. Hablé con él siguiendo las indicaciones de "El Alquimista" de Paulo Cohelo.

Son sensaciones que, ignoro si volveré a tener, son únicas. El ser humano se queda absolutamente diminuto ante un espectáculo tan natural que debe reforzar a aquellas personas que piensan que Dios existe.

Así como la fuerza de los mares o la omnipresencia del azul en los océanos, el desierto es absolutamente subyugador. Te atrapa y ya nunca te deja escapar.

Seguí además la senda vital que el tuareg trazó en la novela del mismo nombre de Alberto Vázquez Figueroa. 

Entre Libia, Túnez y Argelia hay personas que van de "vacaciones" al desierto para venerar a su madre… dicen "el desierto es nuestra madre y por eso venimos de estos días de descanso". Respeto acariciadas por tradiciones milenarias.

El desierto es arena… pero sobre todo es ella: naturaleza. Madre naturaleza, engendradora y arrebatadora de todo lo que es vida, nuestra vida.

En mi mesa tengo un frasco de cristal lleno de arena del Gran Erg. Mis cenizas, un día, volarán a lomos del viento, ése que siempre llega, sopla y se va,  hacia ellas, para recibir acompañado de su silencio y ese cielo gris eléctrino que envuelve su noche, la comunión vital para que cuando una puerta se cierre, otra, inexorablemente, se abra.