No, gracias

 

 

Diario IDEAL, 17 septiembre 2014

 

La escena es sencilla. Una tarde del mes de septiembre. Más allá de las siete. Una temperatura muy agradable, la típica de estas tardes, aún veraniegas, en la plaza de un pueblo de la sierra madrileña. Hay calma. Críos correteando. Al fondo, refugiados contra las piedras del edifico consistorial, grupos sueltos de adolescentes. Risas. Abrazos. Algún reencuentro postvacacional. Y más risas. Nada anormal, nada extraño. La inmensa mayoría de ellos luce bermudas. Ellas un poco de todo. Pero por el calor, en ellos y ellas, se ve la piel. Mucha piel.

La escena se rompe durante segundos. Tres personas cruzan la plaza con paso ligero. Dos chicos y una chica. Los reconozco. El mayor ha crecido. Debe tener casi los dieciocho. El menor, también. No sé qué edad puede tener… doce, trece. Ella, sin embargo, sí sé la edad que puede tener. Durante muchos años fue compañera de aula de mi hijo Fernando en su colegio de primaria. Hace al menos dos cursos que sus padres se mudaron de este pueblo para irse a otro donde pudieran tener más contacto con su comunidad.

Ella, apenas dieciséis, va cubierta por completo. Apenas si atisbo a descubrir sus ojos, nariz y boca que salen de un pañuelo blanco que la envuelve como una momia. Intento que nuestras miradas se crucen. Lo intento pero ella es esquiva. Desde que entró en la plaza no quiere ver a nadie y no quiere que nadie la vea a ella. Ella no puede ir como sus amigas o sus ex amigas. La piel está prohibida. Por un segundo, ella que camina detrás de su hermano mayor y lleva al pequeño de su mano, me identifica. Levanto mis cejas pero ella agacha la mirada para clavarla en el suelo. Mientras su hermano, me crucifica con la suya. Pasan esos segundos y dejo casi de respirar.

Vienen a mi memoria esas imágenes de mi hijo disfrutando de sus amigos, en la playa o en la piscina. Veo a los adolescentes de la plaza y se me revuelven las tripas. Ella no puede ir ni a la piscina, ni a la playa, ni tan siquiera estar con las otras jóvenes de la plaza. Ella misma es sometida a una exigente discriminación social que su familia le ha impuesto al marcarla con el hiyab. Lo lleva tan anudado, tan fijo, que me da la sensación de que la está ahogando. Yo me ahogo. Me ahogo al verla. Su padre, ella y sus hermanos eran asiduos a la piscina pública donde coincidíamos todos en verano. Un día, en clase, comentaba con mi hijo Fernando que ese verano, no recuerdo, cuál, ya no podría ir a la piscina. Su padre se lo había prohibido. Al año siguiente se fueron del pueblo. Se trasladaron a otro, cercano, pero con una importante presencia musulmana. Ella, una adolescente feliz, dejaba atrás a sus amigos desde el parvulario para integrarse en otra jerárquica, misógina y excluyente, donde ahora la obligan a ir detrás de su hermano, a avergonzarse delante de sus amigas adolescentes y marcarla para siempre, porque a estas edades, esto marca y mucho. Y más entre las chicas. Una mujer sombra en ciernes.

Francamente este tipo de situaciones como he dicho antes me ahoga. Me ahoga porque ahoga a las mujeres. Las anulan de tal forma que los padres deciden por ellas, las casan cuando quieren y sus maridos, llegado el caso, pueden hasta repudiarlas sin motivo aparente alguno. Mi visión, sí es muy occidental, muy femenina y demasiado laica, porque no entiendo de discriminaciones por razón del sexo (en ningún caso) en una religión. Es primitivo. Es inhumano. Y cuanto más lo veo, menos lo comprendo. No, gracias. No.

Esta semana la estampa relatada se me ha reproducido durante muchas veces al ver como por ejemplo Patricia Botín accedía a la presidencia del primer banco español y séptimo del mundo. La niña de mi relato jamás podrá conseguir nada así porque en un país islámico las mujeres nunca son presidentas de bancos -ni de nada-, ni alcaldesas, ni lesbianas, ni madres solteras. Sólo les toca satisfacer las necesidades del hombre: padre, hermano, marido, hijo… Es, simplemente, terrorífico. Esto sin llegar a los de los alfanjes. Eso es ya harina de otro costal. A mí Dios no me llama por el teléfono móvil.