La carretera del 74

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Diario IDEAL, 14 septiembre de 2011

Uno de estos días que transitaba desde Jaén a Peal de Becerro, al pasar el Puente de la Cerrada vino a mi memoria, como una espcie de proyección cinematográfica, aquellos meses del año 1974 donde me quedé a cargo de mis abuelos. MI padre, entonces en las milicias universitarias, destinado en Ibiza, se había llevado durante al menos cuatro meses, al resto de la ‘family’ a las pitiusas. Supongo que por ser el mayor, me quedé sin viajar en avión y en Peal de Becerro. Tras despedir a mi padre vestido de militar en aquel tren -también militar- (no sé si en la estación de los Propios o en Linares-Baeza), nos dirigimos de nuevo a Peal. Desde que pasé la ‘Cerrá’, aproveché las enormes ventajas de ir en un Peugeot 404, de techo descapotable y cambio americano, para ir asomado de pie e ir contando curvas. Recuerdo como el viento cálido me envolvía y a cada contra curva gritaba ¡allí está Peal! y mis abuelos, casi en coro, me decían, ¡no, aún queda un poco!

Aquel verano del 74, me bañaba en un barreño de zinc que mi abuela me colocaba todo los días en el almacén de garbanzos que ocupaba la parte baja de la casa de la Calle Posadas. Ese verano, mi abuela Cele, bajaba a darme la cena en la calle porque estaba sin parar con la Orbea. ‘Cisco, tu nieto… Felnando, ten cuidado con la beciqueta’ era lo que muchos hombres de entonces le decían a mi abuelo Francisco. Un día me castigó sin ella y la subió a la cámara. Ni por pocas me pilla un ‘dos caballos’ furgoneta de esos que tenían en culo recto. Hubo comidilla en la calle, casi pillan al nieto del ‘tío del Albox’.

Aquel verano, con cinco años, lo recuerdo con ternura y felicidad. La verdad es que puedo decir que he tenido una infancia muy feliz. Por eso cada vez que serpenteo antes de llegar a Peal me acuerdo de aquel 404 sin capota. Como me acuerdo de revolcarme por las montañas de garbanzos, de los tratos de mi abuelo, de verlo coser sacos y hasta de ir con él a la bodega a tomarse un chato de vino blanco que le servían con un cazo que metían en un barril de lata.

Aquel verano, el de 1974, se acabó y mi abuelo me montó en el tren con Pedro José con dirección a Granada, donde había llegado mi madre con mis hermanos de su feliz estancia con el Alférez Ortega en Ibiza. En 1974, en Granada, en la calle Pedro Antonio de Alarcón, me esperaba mi madre, una morenísima, bella, joven y rubia cargada de abalorios, collares y con pintaza de hippy que, por supuesto, no conocí. Me abracé a sus piernas y arranqué a llorar. ¡Mamá es que no te conozco!, le decía embarracado, no porque no me acordara de ella, es que aquella mujer había regresado transformada como una actriz de cine o como esas famosas que salían en las revistas de colores que leía en la peluquería de Isabel.

Aquel verano, aquella carretera, aquel Peugeot 404, aquel barreño de zinc, aquella Orbea, aquellos garbanzos, aquel viaje en tren, aquella mujer que no conocí… suman, una vez más, retazos imborrables de nuestra memoria.

Hoy me ha apetecido compartirlos porque los recuerdo muy felices. Ahora que parece que nada nos genera felicidad, que todo es poco, que vivimos en un permanente deseo de esto, eso y aquello, unos recuerdos de un niño feliz es un bálsamo para demostrar como con tan poco, podemos disfrutar. Por eso me gusta estar con mis hijos. Por eso, este verano, no he dejado de contemplarlos mientras jugaban, sin más preocupación, con las olas.

En ese momento pensaba: ¿qué vale la felicidad de un niño?