¿Lecciones de qué?

Diario IDEAL, 2 noviembre 2009

Ser padres es una de las actividades más gratificantes que se puedan tener en esta vida. Sin duda, de alto riesgo. Cualquier otra actividad está repleta de estudios, análisis, tratados, etc., que en forma de ensayos, por ejemplo, ayudan a entenderla mejor, o en su caso, practicarla o ponerla en marcha con las mayores de las garantías posibles. Salvo ésta. No existe el ‘manual del padre perfecto’. Sería muy complicado que existiera ya que las decisiones, en la inmensa mayoría de las ocasiones, deben tomarse ‘sobre la marcha’, sin posibilidad alguna de análisis derivados de un estudio con sus antecedentes de hecho, medidas a tomar y previsiones del efecto que dichas medidas tendrán.

Esto que debería ser el a, b, c, del manual del buen padre es una estulticia ya que la educación de los hijos no está sujeta a normas empresariales o a las mínimas consideraciones jurídicas que cualquier juez aplica antes de dictar sentencia. Ser padre es tremendamente complicado. Y cada día entiendo más a los míos y justifico, cada vez que ocurre, que en su día me dijeran o hicieran o me aplicaran ésta o aquella medida. Es irrelevante analizar el pasado. No se puede cambiar. Somos como somos, nos guste o no. Si nos gusta, seremos más felices pero en caso contrario viviremos en una estado de permanente angustia existencial.

Y es que anoche, justo cuando debía ponerme a escribir esta columna, me vi obligado a tomar una serie de medidas ante una situación, desde mi punto de vista, de bajo rendimiento escolar de mi hijo pequeño. Sus maestros me dirán el por qué, o no. Pero en todo caso, a través de esa agenda que porta en la que anota todas sus tareas, escribí el mensaje que ahora comento aquí, pidiendo una reunión con su tutora. Por supuesto hubo la correspondiente regañera, lágrimas y demás efectos colaterales que, a la postre, pago yo y mi conciencia. ¿Actué como procedía? No lo sé. Cuanto más tiempo pasa ignoro si lo que decidí anoche o cómo me porté o por qué hice llorar a mi hijo, era lo correcto, lo justo, lo adecuado. Curiosamente, sí que sé que la valoración de mis acciones, no la de anoche, sino el conjunto que representa la educación de un hijo, sólo podré saber si han tenido efecto cuando quizá me estén tomando medidas para mi traje de pino o vea que mi hijo, como yo hago ahora, honre la educación recibida de mis padres -sus padres- afirmando que fue la mejor que pude -pudo- tener ya que ellos -nosotros- , en aquellos momentos, hicieron -hicimos- lo que debían, sabían o entendían como lo mejor para mí -para él-.

Es la encrucijada de ser padre. La responsabilidad permanente de verte en el espejo y verte como un artesano emocional de un ser humano que, por todas nuestras acciones, serán así o asá al llegar a la mayoría de edad.

Afirmo: soy un buen padre, lleno de luces y sombras, repleto de irregularidades, pero cada segundo intento ofrecer, dar, transmitir lo mejor de mí a mis dos hijos. Seguro que no es suficiente; como todo. Pero no escatimo esfuerzo alguno por ser un poco mejor cada día. Ellos crecen. Y yo también. Y nada de lo que ocurrió ayer será igual mañana porque todos tendremos algo más de experiencia. Por eso, dar a cada uno lo que corresponde en cada momento es lo más cercano que se puede estar de la justicia paternal.

En todo caso, esta aventura merece la pena. Eso sí, siempre lo dijeron las abuelas: quien bien te quiere, te hará llorar.