Los sueños que caben en una brazada

Diario IDEAL 3 noviembre 2010

Cuando tenía 10, 12, 14 años nadie contaba conmigo para jugar al fútbol. Mis gafas de culo de botella de refresco de cola me descartaban antes de hacer las selecciones. Siempre era escogido el último. Por eso, desde bien temprano me incliné por los deportes individuales. Con esa misma edad, e influenciado por mi tío Pepe, conseguí que mi abuelo Francisco me comprara mi primera bicicleta de carreras. En Peal de Becerro, la primera fue la mía. 10.000 pesetas. ¡Un lujo! ¡Francisco, tu zagal va como loco con la beciqueta! le decían. Y yo dale que te pego. Era deporte sobre todo de verano. Luego, en invierno pasé a la disciplina del Club Natación Jaén. Allí, en el agua, ver más o menos, es irrelevante. Lo importante era nadar rápido y no comerse la pared. Gané alguna que otra medalla y copa de feria. Y siempre ha sido así hasta llegar a correr y competir como lo hago en la actualidad. Pero siempre en la más estricta intimidad y soledad. Este pasado sábado veía a mi hijo Fernando, con 173 centímetros de envergadura de punta a punta de sus dedos corazones, y su 43 de pie con sólo 12 años, lanzarse a la piscina en sus entrenamientos de los fines de semana. Lo había visto acompañarme en largas travesías en el mar, pero no imaginé que esos brazos de aguilucho le dieran alas en una piscina. Él, por su evidente timidez, es un deportista solitario. Ha encontrado en la natación un chute de autoestima necesario a sus 12 años. Yo miraba tras el cristal anonadado, embriagado, subyugado por la potencia de sus acciones en el agua. Imaginaba así al padre de Johnny Weissmuller, Mark Spitz o el delfín Michael Phelps. Me sentía orgulloso y al mismo tiempo, soñaba con la bocina de salida en una piscina olímpica. Al salir lo abracé y le pregunté: ‘¿quieres competir?’. El contestó, ‘sí papá’. Afirmé: ‘sabrás que tendrás que estudiar mucho más, entrenar más, exigirte más, madrugar, renunciar a muchas cosas, a horas de ocio, a ser muy responsable y sobre todo, a perder, a no llegar, a sentirte mal, a creer que has fracasado…’. El sólo asentía con una enorme sonrisa en su boca como la que esboza un ganador seguro de sí mismo. Creo que comienza a ser consciente de lo que es. Este viernes, hará las pruebas para entrar en la Escuela de Competición de Torrelodones

Esta diminuta anécdota llena, ahora, minutos de sueños, los míos, sobre todo cuando, mirando alrededor, y salvo mis referentes paternos, me hallo -nos hallamos- en una sociedad sin referentes. Cada día lo noto más. Y camino hacia la exclusión o el radicalismo asocial al ver tanta ‘mugritud’ a mi alrededor. Por eso, mecido en los sueños que caben en la brazada de mi hijo, pienso que él opta por construir su personalidad en valores tan poco plausibles como el esfuerzo, la superación, la renuncia, el sabor de la derrota o la soledad del corredor (nadador) de fondo. Ha elegido el camino más difícil, el que ahora le exigirá ser más en todas y cada una de sus horas vitales.

El deporte transmite muchísimos valores. Los mejores. En los tiempos en los que vivimos, inanes de esos mismos valores, donde se recompensa la golfería del listo trincón aprovechado que vive de la endogamia de un sistema huérfano, tener sueños que duran una brazada es el mejor de los tesoros. El tiempo juzgará si he sabido ser un buen padre o no -no existen manuales al respecto-, pero desde luego sí puedo afirmar que tengo un buen hijo, un excelente hijo, que a buen seguro es y será un buen ciudadano, compañero y persona.

Es la mejor garantía de que lo que vendrá, en sus manos, será mejor, mucho mejor que la desolada tierra amoral donde él ahora lucha ya por hacerse una persona. Sólo eso. Una persona. Y

mientras que él quiera, siempre estaré a su lado. Tenemos ‘gasofa’ para muchos kilómetros.