M.a.s.t.

De obligado cumplimiento. De inexcusable hacer.

Hacer o no hacer era la cuestión que no existía en aquel trozo de territorro que apenas si conocía la sequía. Hacer, siempre. Las humedades, de forma permanente, manchaban las paredes de las lujosas y luminosas casas. Ventanas abiertas, sin apenas cortinas, para que la luz o una indiscreta vecina pudiera verte y así llevar hasta el final el único artículo de la Constitución que regía en aquel país: M.A.S.T. El hombre, arrumbado en establos, sólo servía como Eyaculador Espontáneo Eliminable (E.E.E.). Y usado, se pasaba por la trituradora.

Era una mundo feliz. Un mundo lleno de mujeres eternamente mojadas. M.A.S.T. era su religión, su sentido, su único motivo para seguir viviendo.

Foto: Oliver Marzischewsk