¡Quiero seguir escribiendo!

Sonaban aún los ecos del martillo golpeando el percutor. Su tambor había dado un pequeño giro hacia la derecha. Un simple "clic" y el casquillo había saltado manchando sus dedos de pólvora.

El dispado había atravesado su mano; había dibujado un círculo perfecto en lo que el dictador pensaba era un arma de destrucción masiva: su mano de escritor.

La huida fue la señal de que aquel mostrador de hoces y martillos podía ser derrotado con el poder de la palabras, las letras y el papel.

Refugiado en su vehículo soviético, gritaba: ¡quiero seguir escribiendo!