Recuerdos

Diario IDEAL 3 febrero 2010

Ciertamente que el cerebro, nuestra cabecita, es un inmenso bosque sin explorar. Viendo la serie de Suárez en Antena 3, pienso en lo injusto que se vuelve el cerebro -o tal vez no- al dejarte en blanco toda una vida después de haber luchado por tanto y por tan nobles fines como ha sido traer la democracia a nuestro país. Y digo que tal vez no haya sido injusto con la figura inmensa de un Presidente del Gobierno -siempre con mayúsculas-, porque lo concibo como un acto de justicia por tanto sufrimiento. De un plumazo se te acabaron las angustias, amigo. Adiós a los recuerdos, a la memoria de tu hija, de tu mujer, a las “hijoputeces” de tus compañeros de bancada, tiros civileros y tahúres del Guadalquivir -mutatis mutandi- incluidos. Por los servicios prestados, pasarás el resto de tus días, al menos, en paz contigo mismo. Justicia universal.

Pero al margen de esta consideración literaria, los recuerdos forman parte de nuestra vida. Sin embargo, analizándolos, como las fotografías, con el inexorable paso del tiempo, pierden color, fuerza, esencia. Lo curioso es que lo único que queda es el olor. Creo que fue Freud el que afirmó que la memoria más fuerte, más intensa, es la del olfato. ¿Quién no se ha dado la vuelta alguna vez en una acera al creer reconocer un olor en una persona que pasea por tu lado? Afirman que el olor a pan atrae. Y si pasas por un lugar con ese aroma, regresas, o te fuerza a que lo hagas.

Todo esto viene a colación porque cuando uno lleva de la mano a su hijo y comienzan las preguntas de niño-púber-joven-hombre te das cuenta de que ya no te acuerdas qué sentías cuando lo arrullabas contra tu pecho, le preparabas el biberón o te jodías al pasar horas y horas en vela oyendo la cantinela nocturna de su llanto penitente. Eso pasa y lo que sentías, se olvida. ¡Coño, que se olvida! Guardas fragmentos de momentos; pero la película se borra. Pese a ello, pese a la fragilidad de nuestra memoria, aún sin vista, ni oído, ni tacto, tu hijo, tu momento, tu rato de felicidad, tiene un aroma. Hasta la enfermedad, la vejez, el recién nacido, la muerte, tienen olor. Y ése, jamás se olvida. Regresa una y otra vez al menor de los estímulos.

Por eso al ver a Suárez pienso en tantos hombres y mujeres que por unas causas o por otras, sufren en silencio el abandono de su memoria. A mí, querido lector, no me importaría que todos mis recuerdos en imágenes, en sonidos, en caricias, se me borrarán, como si se “reserteara” un ordenador.

Pero me parecería una acto de tremenda injusticia universal que no recordara el olor de los jazmines de Motril, el afrutado aceite de Peal, el aterciopelado aroma de las espaldas de mis hijos, una puesta de sol en Zahara, el suave perfume de tu beso, o la maravillosa experiencia de buscar entre miles de desconocidos transeúntes como tu nombre impregna, en un segundo, mis pasos perdidos en una gran ciudad.