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2014On the rocks?
Diario IDEAL, 9 julio 2014
El verano es así. Caluroso, asfixiante, y te lleva a situaciones inesperadas. Sin embargo, no es nada nuevo, y por mucho que los telediarios, año tras año, se empeñen en desvelar la temperatura que cada verano hace en alguna ciudad del sur como si estuvieran descubriendo la famosa fórmula de la bebida que nos da la chispa de la vida, pues como que no. Que por otra parte, en verano, debe hacer calor. Y lo hace. Como ahora. No sé qué hora es exactamente pero por el ruido que percibo de tintineos y choques entre metálicos y porcelanosos, debe ser la hora tras la comida. ‘On the rocks?’ Oigo la frase que todos estos años, de una forma u otra, he venido escuchando por estas fechas. No en vano es mi mejor época. La época en la que todos quieren compartir sus momentos ‘top’ conmigo. Si me aprietas, me atrevería a decir que no hay verano sin calor, ni verano sin mí.
Tras la pregunta que había quedado en el aire, suena un chasquido seco. Es un sonido inequívoco: se ha cerrado un teléfono móvil. No oigo pasos. De repente se ha hecho el silencio. Y estoy seguro de que algo está pasando. Tras este silencio siempre viene la tempestad. El año pasado coincidí con una familia de padres desajustados e hijos desequilibrados. Era entonces cuando el silencio se volvía una pieza preciada a lo largo del día. Aquella frase ‘me vas a arruinar mi vida social’ se convirtió en el ‘hit’ del verano y desde luego aquello no acabó nada bien para nadie. Yo, acabé picado.
Regreso a mi silencio. A ese silencio que lo embarga todo cuando los bloques enteros de viviendas siestean. Ellos, con sus camisetas de tirantes roncan tras la ingesta de cerveza y gazpacho y ellas, delicadamente, descalzas -e ignoradas por los siesteantes-, aprovechan para depilarse sus ingles que lucirán en la piscina. Es adorable saber que muchas de ellas se pasean a estas horas sin su ropa interior, deambulando por sus casas –ignoradas-.
Reparo en el silencio. Un fuerte golpe de luz me ciega. Y noto una enorme sacudida. Estoy aturdido porque, además, no puedo apenas ver ya que la luz me ha cegado por completo. Tras unos segundos logro hacerme cargo de la situación. Ella lleva una camiseta vieja, desgastada por el paso inexorable por la lavadora. Está descalza. Y no lleva ropa interior. Es casi un sueño hecho realidad. Mi sueño hecho realidad. Se dirige hasta donde estoy, y como si de una pluma se tratara, aplica su pulgar, índice y corazón contra mí. Noto sus pulsaciones através de las yemas de sus tres dedos. Está caliente. Su calor me excita. No puedo evitar humedecerme. Ahora me transporta hasta sus labios. El calor de su aliento es infernal. Me va a derretir contra sus labios. Sin embargo, a escasos milímetros, se detiene y su suave lengua se pasea por una de mis caras consiguiendo que un enorme escalofrío me recorra para volver a dejar tras de mí algunas gotas de humedad más. No se quién está más húmedo… ¿ella o yo?
Colgado aún de sus dedos, la mano izquierda entra en la bolsa donde están mis otros compañeros y deja a tres de ellos en un vaso. Sirve café hirviendo desde una cafetera. ‘On the rocks?’ repite ella. Se apoya contra la encimera de la cocina y me enseña la parte exterior de su cuello. Es delicado. Suave. Dorado por el sol de julio. Se eriza al notar mi contacto. No había sentido jamás una clavícula tan cerca. Es en realidad un suave montículo duro que me separa, como un tobogán, de una bajada hacia unas curvas en las que el horizonte parece estar coronado por una fresa. Me dirije hasta allí a una velocidad antes desconocida. Dejo una enorme estela de humedad tras de mi. Una especie de camino de baldosas amarillas pero esta vez transparentes con el mismo color que el de su piel. Cualquier mago trazaría aquí una nueva versión de Oz para una calurosa tarde de verano.
Descansando, rozando y rodeando, una y otra vez, esta ignota terminación, vuelvo a descender por una inmensa llanura donde sólo me detengo una fracción de segundo para observar su ombligo a mi derecha. Allí, corroído por su calor, me veo obligado a llenarlo. Un pozo que, en un abrir y cerrar de ojos, es un oasis en ese desierto de piel tostada. La presión de sus tres dedos es cada vez más fuerte. Me estoy asfixiando. Me ahoga. Me sofoca esta ardiente sensación de aplastante realidad con la que me estoy enfrentando a este nuevo verano. Un verano efímero para mí. Compruebo la distancia que separan sus rodillas y sé que ha llegado mi momento. Este año no me derretiré en el vaso de un refresco de naranja de un púber, o calmando el dolor de rodilla de un descerebrado que se ha tirado al monte a correr creyendo que en dos días puede lucir tipo en la piscina después de un invierno de fútbol, sofá y pizzas, o picado como el año pasado por una niñata desequilibrada.
Ahora, cuando me quedan sólo unos segundos de vida, oyendo sus gemidos, sé que mi humedad es su humedad. Una humedad que libera, que humaniza, que la hace terrenal. Me hace terrenal. Una humedad acuática que consigue extinguirme, tal vez para siempre. Ahora convertido en miles de gotas, me deslizo por el interior de sus muslos para evaporarme, por fin, en las rodillas. Un último shock me sacude. Es la mejor despedida que he tenido en toda mi vida. Si vuelvo el año que viene quiero regresar a esta cocina. A su congelador. A su cuerpo. Y cuando se sirva un café ‘on the rocks’, juegue conmigo hasta dejarme sin vida. Es el sueño de cualquier hielo.
PA: relato dedicado con mucho cariño a una gran fotógrafa, Charo Guijarro. Sus fotos femeninas son para mí una incesante e inacabable fuente de inspiración. Una suerte haberte descubierto.
Foto: cortesía de Charo Guijarro
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