Un beso en el aparcamiento

El calor derretía aquella tarde las baldosas plomizas que rellenaban los pasos que los amantes daban perdidos en la ciudad. Se cobijaban bajo las mirandas atentas de transeúntes silentes y escurridizos. El sol ajusticiaba los comentarios.

El tiempo hacía de juez para acallar las bocas sedientas con algo más que salivas con sabor a sal y olas.

La escaleras conducían a las entrañas de la tierra. Las piernas seguían un sendero dibujado en braille en cada uno de los peldaños. La temperatura comenzaba a ser asfixiante.

Lástima que una nota de olvido se quedara prendida entre los pechos de ella. Él quería amamantarse con unos pezones que sabrían a miel de caña. Goteaban, supuraban algo más que deseo. 

La tarde acababa de empezar. Ellos se despidieron.

Fue un beso en un aparcamiento.