Un café oceánico

Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes
a tus ojos oceánicos.

Allí se estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.

Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes
que olean como el mar a la orilla de un faro.

Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía,
de tu mirada emerge a veces la costa del espanto.

Inclinado en las tardes echo mis tristes redes
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.

Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.

Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.

P. Neruda

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Marc apenas conocía aquellos rincones. Un rincón en una población casi desconocida, con gentes desconocidas, con nombres desconocidos. Una ignorancia colectiva que Marc practicaba. Es lo que tienen las poblaciones desconocidas. Nadie echa cuentas nunca de que nadie se acuerda de ellas. El juego de palabras era para Marc, casi damérico. Nada. Nunca. Nadie. Pero se detuvo en el rincón desconocido. Y decidió dar nombre, conocer, esa esquina. por eso pidió un café. Un café con leche. Con leche templada. Suficiente para aguantar un rato sentado o salir pitando de inmediato. Es el truco del café con leche, con leche templada. La camarera, desconocida. Otro ser ignoradoa por Marc hasta aquel preciso instante. La hora del café. Marc lo pidió y ella se lo trajo. Marc recaló en aquella oceánica mirada. La de ella. La de la chica desconocida. Marc la invitó. A otro café. A muchos cafés. Esa mirada oceánica bien valdría una travesía de muchas millas naúticas. Desconocidas. Por descubrir. Y ambos, sin conocerse, así lo acordaron. Navegar, tal vez sin barcos, en una mirada, en unos ojos. Siempre, ya, oceánicos.