Virus MD

Diario IDEAL 15 diciembre 2010

No soy nada mitómano. No me gusta elevar a los altares a los muertos ni pensar que los vivos están tan cerca de Dios que rozan su ‘pluscuamperfección’. Hay dos excepciones: una de cine, y otra, musical. Pero son excepciones al fin y al cabo. Los que habitualmente sigan estas letras sabrán que hablo de Norma Jean Baker y James Douglas Morrison Clarke. Pero no hay más.

Sin embargo, y sin llegar a los niveles de mito, los humanos, al menos el que suscribe, tiene una serie de referentes vitales que, más o menos, pueden llegar a ser guía o faro a la hora de desarrollar un trabajo, una ilusión, una afición, etc. Insisto; jamás llegan a ser mitos.

Y dentro de este perfil de referente vital, algunos usamos una parte de nuestra vida para intentar llegar más lejos o ser más fuertes, más rápidos, ‘más mejores’… Por eso nos volcamos con el deporte. Con sus valores; con sus sacrificios; con sus victorias; con todo lo bueno que tiene para el ser humano mover las piernas, el corazón, el alma y hasta una bandera, con toro o sin él. Pero es aquí donde además llegan los momentos en los que, como es mi caso, al ver a unos de tus faros tragado por la violencia del mar, sientes el mismo vacío que al perder un ser querido. Así es. Así me pasó -estoy en ello todavía- desde que el pasado jueves me levanté con la noticia de la detención de MD. Noto una extraña sensación de vacío, de olvido, casi de enajenación mental transitoria al dejar de lado mi papel de abogado, para ponerme en la piel de una mujer que un día decidió tirar por el retrete, no ya una carrera cargada de títulos, sino esas miles de putas horas entrenando en soledad en las que tus muertos te visitan a menudo porque usas su referencia para cargarte en ellos por la dolorosa sensación que produce entrenar, además, en soledad. Es lo más ingrato y gris del deporte. Lo que jamás se ve.

Correr es el único deporte en que dependes de ti mismo: zapatillas, pantalones, camiseta y ¡tira millas! como aquel niño llamado Gump. Podríamos pensar en la natación como equivalente, pero con esos megaligeros monos que te mejoran la flotación, ya llevas algo diferente al que, subido en dos zapatillas de deporte, corre y recorre los puñeteros kilómetros por el gustazo de que su cuerpo genere las endorfinas suficientes para pensar que, pese a la putrided que nos rodea, hay momentos en los que saboreas cómo esas endorfinas te chorrean por todos los poros de la piel y casi consigues una felicidad dificilmente alcanzable en otras tareas vitales.

Toda mi vida he practicado deporte. Y mis hijos los hacen también. Y el pasado jueves estábamos los tres jodidos. Ellos no alcanzan a entender como la mierda se cuela por las venas de tu tarjeta de crédito llevándote al infierno. Ese virus está reservado para los que, habiendo llegado tan alto, se pegan el hostión del siglo poniéndonos la cara colorada a los pringaos que sudamos la camiseta por el mero placer de hacerlo. Es la grandeza y la misera del ser humano. Hoy más mísero y asqueroso que nunca. La sombra del Doctor Menguele es alargada y ha dejado en pelota picada al Dr. Frankestein. El virus llamado MD no tiene cura, cabalga a sus anchas por pistas, carreteras y terrenos de juego que huelen a billete de quinientos euros. La autora del virus sabrá qué explicaciones dar al hijo que espera. Yo aún no he podido ni atisbarlo con los míos.

Y pese a este olor nauseabundo de sangre alterada por ‘yonkis’ de cuenta corriente, estos días he entrenado con más ganas que nunca a sabiendas de que si viene el virus podré defenderme contra él, sólo con mi corazón. Mi culo no se lo presto a nadie que pueda meterme un ‘támpax’ adulterado. Prefiero morir corriendo descalzo que ganar subido un ataúd vestido del Conde Drácula.