Visto para sentencia

Diario IDEAL, 24 marzo 2010

Hoy es de esos días en lo que enfrentarse al papel en blanco es una de las tareas más arduas, no porque me falten ganas de escribir, es que, aunque no lo parezca, y nunca pensé que llegaría, efectivamente, la chispa para juntar letras se ha mojado tanto este invierno, que no salta aunque me arrasque con pedernal.

Ahora comprendo como esos escritores de afamada reputación mundial dice que se tiran tres y cuatro años para escribir libros. No me extraña. El oficio de escritor requiere de una tranquilidad y aislamiento que por mucho que uno lo intente cada día, se vuelve tarea imposible. No sé cuántos correos electrónicos leo al día. Pongamos que doscientos. Recibo otros cientos de ellos. Recorro con más o menos intensidad, cuarenta, cincuenta o sesenta webs diarias. Leo notas de prensa, noticias, etc. Además uso el ‘feisbuc’ para contar mis andanzas diarias sin llegar al ‘frikismo’ (no descartes lo mío como ‘frikismo’) de Twitter que te obliga a contar en 150 caracteres qué sentiste la última vez que has ido a hacer pipí. A toda esta actividad intangible se unen llamadas de teléfono, ‘sms’ y si te descuidas, intercambiar algunas letras en el citado chat ‘fiesbuquero’ -del que huyo como la quema- o te dejas algunos minutillos hablando por ese sistema genial que es el Skype. Tecnología y más tecnología. Por si esto no fuera poco, debo encontrar, al menos durante cinco días en semana, una media de cincuenta minutos para relajar cuerpo y alma, entrenando entre ocho y diez kilómetros. Unas veces más, otras veces menos. Este cóctel diario acaba con viajes, entradas, salidas, reuniones, desayuno, comida, merienda y cena. Y claro al llegar la noche, al acostarme entro en fase ‘efecto lavadora’ que me impide echarme en manos de Morfeo a la misma velocidad que desaparece un caramelo en la puerta de un colegio. Menudo estrés sólo de leerlo. Ahora, como acto de contrición asumo que así, con esta vida que me he echado, es imposible dedicarse al noble arte de la escritura, que en realidad, es lo que me gusta, lo que me pone, lo que me excita. Tengo la extraña sensación de llevar el pecado original de la expulsión del Paraíso a hierro tatuado en mi frente. Pero pese a todo ello, gasto y disfruto con todo ello, oye.

En fin, que hoy es uno de esos días en los que la parte más literaria de mi cerebelo, está pensando en que los días que vienen de vacaciones, podré oír el arrullar de las olas del Mar Mediterráneo, que es otra de las cosas que me ponen tela; que dejaré todos los aparatos desenchufados; que pondré en modo ‘resert’ a mi cerebro para restaurar datos perdidos en esta memoria de pez; que entrenaré, claro, porque mola mazo correr en plano y junto al mar; y que escribiré, leeré y dormiré, como suelo hacer ya, sólo en días como los que se avecinan, porque el resto se ha vuelto tan exigente y ‘absorbedor’ que apenas si me doy cuenta de que se me amontona hasta el tiempo que dedico a afeitarme.

Y el ejemplo pasó ayer mismo: mi hijo Fernando (11) al oír las noticias sobre Haití se dio cuenta de una dato: ¿Ya han pasado setenta días papá? ¡Si parece que fue ayer!, reflexionó.

Sin apenas darme cuenta tuve la sensación de que camina inexorablemente hacia la toma de conciencia de lo efímero que es nuestra permanencia en este reino terrenal. Y eso se llama, adiós a la niñez. ‘Clam, clam, clam, clam’. Visto para sentencia.